La ultima chance de salvar al mundo. Durante meses, ése fue el modo en que se promovió la cumbre de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, que arrancó esta semana en Copenhague. Funcionarios de 192 países llegarían finalmente a un acuerdo para mantener las temperaturas globales por debajo de niveles catastróficos. La precumbre apeló a "esa sensibilidad típica de historieta de unirse para enfrentar un peligro común que amenaza a la Tierra", dijo Todd Stern, el enviado del presidente Obama en temas climáticos. "No se trata de un meteorito o un invasor espacial, pero el daño a nuestro planeta, a nuestra comunidad, a nuestros hijos y sus hijos va a ser igual de grave."
Eso fue en marzo. Desde entonces, la eterna batalla por la reforma del sistema de salud se llevó una gran parte del impulso que Obama tenía planeado poner en el tema del cambio climático. Ahora que Copenhague seguramente empezará antes de que el Congreso de Estados Unidos apruebe una flojísima ley del clima -coescrita por los lobbistas de la industria del carbón-, los políticos norteamericanos han abandonado las metáforas de superhéroes y están decididos a bajar las expectativas de que se logre un acuerdo importante en la cumbre climática. Es sólo una reunión, dice el secretario de Energía de Estados Unidos, Steven Chu, y no la "gran reunión definitiva".
Mientras disminuye la fe en las acciones del gobierno de Obama, los militantes del clima están tratando a Copenhague como una oportunidad distinta. Camino a ser la más grande reunión ambiental de la historia, la cumbre representa una posibilidad para recuperar el terreno político perdido en manos de medidas incompletas -amigables para el negocio, tales como los bonos de carbono y el comercio de derechos de emisión-, para introducir propuestas efectivas basadas en el sentido común; ideas que no tengan tanto que ver con crear nuevos y complejos mercados para la contaminación y sí con mantener el carbón y el petróleo bajo tierra.
Entre las propuestas más inteligentes y prometedoras -aparte de controversiales- está la "deuda climática", una idea según la cual los países ricos deberían pagar compensaciones a los países pobres por la crisis ambiental. En el mundo del activismo contra el cambio climático, esto marca un viraje drástico tanto en tono como en contenido. Los ambientalistas norteamericanos tienden a tratar el calentamiento global como una fuerza que trasciende las diferencias: todos compartimos este frágil planeta azul, así que todos tenemos que trabajar juntos para salvarlo. Pero la coalición de gobiernos latinoamericanos y africanos que defienden la deuda climática, sin embargo, subraya las diferencias y hace foco en el cruel contraste que existe entre aquellos que causaron la crisis climática (el mundo desarrollado) y aquellos que están sufriendo sus peores consecuencias (el mundo en vías de desarrollo). Justin Lin, economista en jefe del Banco Mundial, plantea la ecuación de manera rotunda: "Un 75 a 85 por ciento" de los daños causados por el cambio climático "lo sufrirán los países en vías de desarrollo, aunque ellos sólo aportan cerca de un tercio de los gases causantes del efecto invernadero".
La deuda climática gira en torno de a quién le toca pagar la cuenta. Los movimientos de base que apoyan la propuesta sostienen que todos los costos de adaptarse a una ecología más hostil -desde construir diques de mar más fuertes hasta cambiar a tecnologías más limpias y caras- son responsabilidad de los países que generaron la crisis. "Lo que necesitamos no es algo por lo que tenemos que andar rogando sino algo que se nos debe, porque estamos lidiando con una crisis que no provocamos", dice Lidy Nacpil, una de las coordinadoras del Jubilee South, una organización internacional que ha emprendido marchas para promover compensaciones por el clima. "La deuda climática no es un asunto de caridad."
Sharon Looremeta, defensora de la tribu Maasai de Kenya -cuya gente en los últimos años perdió al menos 5 millones de cabezas de ganado por la sequía- lo plantea en términos aun más tajantes. "La comunidad Maasai no maneja 4x4 ni se va de vacaciones en avión", dice. "Nosotros no causamos el cambio climático, y sin embargo somos los que lo sufrimos. Esto es una injusticia y debería terminarse ya."
El argumento a favor de la deuda climática se inicia igual que la mayoría de las discusiones acerca del cambio climático: con ciencia. Antes de la Revolución Industrial, la densidad del dióxido de carbono en la atmósfera -la causa clave del calentamiento global- era de unas 280 partes por millón. Hoy, llegó a 387 ppm -superando por mucho los límites seguros-y sigue en aumento. Los países desarrollados, que representan menos del 20 por ciento de la población mundial, han emitido casi el 75 por ciento de todos los gases causantes del efecto invernadero que hoy desestabiliza el clima (Estados Unidos, que comprende apenas un 5 por ciento de la población mundial, contribuye por sí solo con el 25 por ciento del total de emisiones de carbono). Y el razonamiento indica que aunque países en vías de desarrollo como China e India también han comenzado a emitir grandes cantidades de dióxido de carbono, no son igualmente responsables del costo de la limpieza, porque han contribuido con apenas una pequeña parte de los doscientos años de contaminación acumulada que provocaron la crisis.
En América latina, los economistas de izquierda vienen argumentando desde hace rato que los poderes de Occidente tienen una "deuda ecológica" -vagamente definida- con el continente, por los siglos de usurpación colonial y extracción de recursos naturales. Pero el argumento que crece a favor de la deuda climática es mucho más concreto, gracias a un corpus relativamente nuevo de investigaciones que ponen números precisos acerca de quién emitió qué y cuándo. "Lo emocionante de esto", dice Antonio Hill, asesor climático en jefe de Oxfam, "es que realmente podés ponerlo en cifras. Podemos medirlo en toneladas de CO2 y calcular un costo".
Igualmente importante es que esta idea es apoyada por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, ratificada por 192 países, incluyendo Estados Unidos. La Convención Marco no sólo afirma que "la mayor parte de las históricas y actuales emisiones de gases causantes del efecto invernadero se ha originado en los países desarrollados", sino que explicita claramente que cualquier acción emprendida para arreglar el problema debe ser "tomada con la equidad y en acuerdo con responsabilidades comunes aunque diferenciadas".
El movimiento a favor de las compensaciones ha reunido a una diversa coalición de grandes organizaciones internacionales, desde Friends of the Earth hasta el World Council of Churches, que se han asociado a científicos especialistas en clima y economistas políticos, muchos de ellos asociados a la influyente Third World Network, que ha estado liderando la convocatoria. Hasta hace poco, sin embargo, no había ningún gobierno presionando para que la deuda climática fuera incluida en el acuerdo de Copenhague. Eso cambió en junio, cuando Angélica Navarro, la principal negociadora en temas climáticos de Bolivia, subió al estrado durante una cumbre climática de la ONU en Bonn, Alemania. Con sólo 36 años, vestida informalmente con un suéter negro, Navarro se parecía más a los hippies que estaban afuera que a los burócratas y funcionaros públicos sentados adentro en la sesión. Integrando los últimos datos científicos sobre emisiones con relatos de cómo el derretimiento de los glaciares ponía en peligro el suministro de agua de dos grandes ciudades de Bolivia, Navarro desarrolló el argumento de por qué los a los países en vías de desarrollo se les deben enormes compensaciones por la crisis climática.
"Millones de personas -en islas pequeñas, en los países más subdesarrollados, en aquellos que no tienen salida al mar, en comunidades vulnerables de Brasil, India y China, y en el resto del mundo- están sufriendo los efectos de un problema al que no contribuyeron", le dijo Navarro a una sala llena. Además de tener que enfrentar un clima cada vez más hostil, agregó, hay países como Bolivia que no pueden alimentar su crecimiento económico con energía barata y contaminante como hicieron los países ricos, ya que eso sólo empeoraría la crisis climática, y -al mismo tiempo- no pueden afrontar los costos anticipados de cambiar a energías renovables como la eólica y la solar.
La solución, dijo Navarro, es triple. Los países ricos deben pagar los costos de adaptarse a un clima cambiante, recortar severamente sus propios niveles de emisión "para que el espacio atmosférico esté disponible" para el mundo subdesarrollado, y pagarles a los países del Tercer Mundo para que salteen los combustibles fósiles y vayan directamente a alternativas más limpias. "No podemos ni aceptaremos resignar nuestro legítimo reclamo de una porción justa del espacio atmosférico bajo la promesa de que en algún futuro la tecnología nos será provista", dijo.
El discurso electrizó a los activistas de todo el mundo. En los últimos meses, los gobiernos de Sri Lanka, Venezuela, Paraguay y Malasia han apoyado el concepto de deuda climática. Más de 240 organizaciones vinculadas a la ecología y el desarrollo han firmado una declaración pidiendo a las naciones ricas que paguen su deuda climática, y 49 de los países menos desarrollados llevarán la demanda a Copenhague para negociarla en bloque.
"Si vamos a frenar las emisiones durante la próxima década, necesitamos una movilización masiva más grande que cualquier otra en la historia", declaró Navarro al final de su discurso. "Necesitamos un Plan Marshall para la Tierra. Este plan debe movilizar financiamiento y transferencias tecnológicas a una escala nunca vista antes. Tiene que llevar la tecnología a todos los países para asegurar que reduzcamos las emisiones al mismo tiempo que elevamos el nivel de vida de la gente. Sólo tenemos una década."
Una década muy cara. El Banco Mundial calcula que el costo que los países desarrollados deben pagar por el cambio climático -incluyendo desde cosechas arruinadas por la sequía y las inundaciones hasta la expansión de la malaria por aguas infestadas de mosquitos- llega hasta los 100 mil millones de dólares al año. Y cambiar a energías renovables, según un equipo de investigadores de las Naciones Unidas, aumentará aun más el costo: hasta 600 mil millones de dólares al año durante la próxima década.
Sin embargo, a diferencia de los últimos salvatajes financieros a bancos -que simplemente transfirieron la riqueza pública a las más ricas instituciones financieras-, el dinero gastado en la deuda climática alimentaría una transformación ambiental global que es esencial para salvar todo el planeta. El ejemplo más alentador de lo que podría lograrse es la acción para proteger el Parque Nacional Yasuní en Ecuador. Esta extraordinaria franja de selva amazónica, que es el hogar de varias tribus indígenas y una cantidad surrealista de animales exóticos, contiene en una hectárea casi tantas especies de árboles como existen en toda América del Norte. La trampa es que bajo ese desmadre de vida descansan unos 850 millones de barriles de crudo, con un valor de casi siete mil millones de dólares. Quemar ese petróleo -y desforestar la selva para extraerlo- le agregaría otras 547 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera.
Hace dos años, el presidente de centroizquierda de Ecuador, Rafael Correa, dijo algo muy extraño viniendo del líder de un país que exporta petróleo: quería dejar el petróleo en el suelo. Pero, dijo, los países ricos deberían pagarle a Ecuador -donde la mitad de la población es pobre- para que no lance ese carbono a la atmósfera, como "compensación por los daños causados por la desproporcionada cantidad de emisiones históricas y actuales de gases que provocan el efecto invernadero". No pidió la cifra entera; sólo la mitad. Y se comprometió a gastar la mayor parte del dinero en que Ecuador se mueva hacia fuentes alternativas de energía, como la solar o la geotérmica.
El plan ha generado un extendido apoyo internacional, en gran parte gracias a la belleza del Yasuní. Alemania ya ofreció 70 millones de dólares al año durante trece años, y otros gobiernos europeos han expresado su interés en participar. Si el Yasuní es salvado, eso demostrará que la deuda climática no es sólo una treta disfrazada para conseguir más ayuda financiera; es una solución a la crisis climática mucho más creíble que las que tenemos hoy. "Esta iniciativa tiene que tener éxito", dice Atossa Soltani, directora ejecutiva de Amazon Watch. "Creo que podemos establecer un modelo a seguir para los demás países."
Los activistas apuntan a un enorme rango de otras iniciativas verdes que serían posibles si los países ricos pagaran sus deudas climáticas. En India, minicentrales energéticas que funcionan con biomasa y luz solar podrían proveer de electricidad baja en carbono a muchos de los 400 millones de indios que hoy viven sin una sola lamparita eléctrica. Desde El Cairo hasta Manila, en las ciudades se podría dar apoyo económico a los ejércitos de "recolectores de basura" empobrecidos que evitan que hasta un 80 por ciento de los desechos municipales de algunas áreas termine en basureros e incineradoras que liberan contaminantes que contribuyen al calentamiento global. Y a una escala mucho más grande, las centrales eléctricas que funcionan con carbón en todo el mundo subdesarrollado podrían ser transformadas en instalaciones más eficientes usando tecnología existente, recortando sus emisiones en más de un tercio.
Pero para asegurarse de que las compensaciones climáticas sean reales, insisten los defensores, éstas deben ser independientes del actual sistema de ayuda económica internacional. El dinero del clima no puede ser derivado de los programas de ayuda existentes, como la educación primaria o la prevención del VIH. Aun más: los fondos deben ser otorgados como subsidios y no préstamos, ya que lo último que necesitan los países en vías de desarrollo es más deuda. Y más todavía: el dinero no tendría que ser administrado por los sospechosos de siempre, como el Banco Mundial y USAID, que demasiado a menudo impulsan experimentos basados en agendas occidentales, sino que debe ser controlado por la convención climática de las Naciones Unidas, donde los países en vías de desarrollo tendrían poder de decisión con respecto a cómo se gasta el dinero.
Sin ese tipo de garantías, las compensaciones no tendrían sentido; y sin compensaciones, los debates sobre el clima en Copenhague seguramente colapsarán. Tal como están las cosas, Estados Unidos y otros países occidentales están metidos en un juego de a-ver-quién-cede imposible de ganar contra países en vías de desarrollo como India o China: nosotros nos negamos a bajar nuestras emisiones a menos que ellos bajen las suyas y se sometan a un monitoreo internacional; y ellos se niegan a ceder a menos que los países ricos recorten primero y entreguen un financiamiento importante para ayudarlos a adaptarse al cambio climático y pasarse a energía limpia. "Sin plata, no hay arreglo"; ése es el modo en que lo expresa uno de los principales funcionarios ambientales de Sudáfrica. "Si es necesario", dice el primer ministro de Etiopía Meles Zenawi, que representa a la Unión Africana, "estamos preparados para retirarnos".
En el pasado, el presidente Obama ha reconocido el principio sobre el cual se basa la deuda climática. "Sí, los países desarrollados que han provocado mucho del daño a nuestro clima en el último siglo siguen teniendo una responsabilidad de liderar", reconoció en su discurso de septiembre en las Naciones Unidas. "Tenemos la responsabilidad de proveer la asistencia financiera y técnica necesaria para ayudar a estos países [en vías de desarrollo] a que se adapten a los impactos del cambio climático y se pongan como objetivo el desarrollo bajo en carbono."
Sin embargo, con Copenhague ya en funcionamiento, la posición de Estados Unidos en la negociación parece ser simular que los doscientos años de exceso de emisiones nunca sucedieron. Todd Stern, el negociador en jefe para temas climáticos de Estados Unidos, se mofó de una propuesta china y africana que impulsaba a los países desarrollados a pagar hasta 400 mil millones de dólares al año en financiamiento climático, calificándola de "increíblemente irrealista". Sin embargo, no puso ninguna cifra alternativa sobre la mesa (a diferencia de la Unión Europea, que ofreció aportar hasta 22 mil millones). Los negociadores estadounidenses incluso han sugerido que los países desarrollados podían pagar la deuda climática haciendo convocatorias periódicas para recibir donaciones, dejando muy claro así que para ellos cubrir los costos del cambio climático es un asunto de capricho, no de deber.
Pero rechazar el alto precio que conlleva el cambio climático tiene su propio costo. Las agencias de inteligencia y militares de Estados Unidos hoy consideran el calentamiento global como una de las principales amenazas a la seguridad nacional. Ante la crecida del nivel de los mares y la expansión de la sequía, la competencia por comida y agua no hará otra cosa que aumentar en muchos de los países más pobres del mundo. Estas regiones se convertirán en "tierra fértil para la inestabilidad, las insurgencias, los caudillos de la guerra", según un estudio de 2007 del Center for Naval Analyses dirigido por el general Anthony Zinni, ex comandante de Centcom. Un informe elaborado por el Pentágono en 2003 predijo que los Estados Unidos y otros países ricos seguramente decidan "construir fortalezas defensivas alrededor de sus países" con el fin de mantener afuera a los emigrados por cuestiones climáticas, que huyen del hambre y el conflicto.
Dejando de lado la cuestión moral acerca de construir fortalezas high-tech para protegernos de una crisis que nosotros infringimos al mundo, esos enclaves y guerras por los recursos no saldrán nada baratos. Y a menos que paguemos nuestra deuda climática, y que lo hagamos rápido, tranquilamente podemos encontrarnos un día viviendo en un mundo de furia climática. "En privado, ya estamos escuchando el creciente resentimiento de los diplomáticos de países que tienen que soportar los costos de nuestras emisiones", señaló hace poco el senador John Kerry. "Puedo contarlo por experiencia propia: es real, y es moneda corriente. Es fácil ver cómo esto puede cristalizarse y volverse un sentimiento antiestadounidense público, virulento y peligroso. Eso también es una amenaza. Recuerden: los lugares menos responsables por el cambio climático -y que están menos preparados para lidiar con sus impactos- van a estar entre los más afectados de todos."
Eso, en resumen, es el argumento a favor de la deuda climática. El mundo subdesarrollado siempre tuvo muchas razones para estar enojado con sus vecinos del Norte, dada nuestra tendencia a derrocar sus gobiernos, invadir sus países y saquear sus recursos naturales. Pero nunca antes hubo un asunto tan políticamente explosivo como el rechazo de la gente que vive en el norte rico a hacer el más mínimo sacrificio para evitar una potencial catástrofe climática. En Bangladesh, las Maldivas, Bolivia, el Artico, nuestra contaminación climática es la responsable directa de la destrucción total de antiguas formas de vida. Y sin embargo seguimos haciéndolo.
Vista desde afuera de nuestras fronteras, la crisis climática no se parece en nada a los meteoritos o los invasores espaciales que Todd Stern imaginó volando hacia la Tierra. Luce, en cambio, como una larga y silenciosa guerra librada por los ricos contra los pobres. Y por eso, por fuera de qué suceda en Copenhague, los pobres seguirán demandando sus legítimas compensaciones. "Esto se trata de que el mundo rico se haga responsable del daño que causó", dice Ilana Solomon, analista política de ActionAid USA, uno de los grupos que recientemente abrazaron la causa. "Este dinero les pertenece a las comunidades pobres afectadas por el cambio climático. Y ésa es su compensación.".
Por Naomi Klein
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